Normalización del horror

El pasado 5 de marzo, el grupo “Guerreros Buscadores de Jalisco”, realizó un macabro hallazgo; tres campos de exterminio en el Rancho Izaguirre en Teuchitlán, Jalisco, al parecer, usados por el Cártel Jalisco Nueva Generación como centros de adiestramiento, confinamiento y exterminio de cuerpos.

Diversas autoridades ya tenían información sobre estas atrocidades. En esa misma zona, en agosto de 2019, “Mexicanos Contra la Corrupción” reveló que la gn había informado a la sedena la localización de varios cuerpos calcinados cerca de la comunidad La Estanzuela. En septiembre del año pasado, la gn, en conjunto con el Ejercito Mexicano, realizó un operativo en el municipio de Teuchitlán donde se detuvieron a 10 plagiarios y rescataron a dos personas privadas de su libertad, en su informe, la Fiscalía de Jalisco indicó la localización de una tercera persona sin vida. Ese mismo mes, el grupo “Madres Buscadoras de Jalisco”, entró en el Rancho Izaguirre a hacer sus trabajos búsqueda, haciendo eco a la denuncia de un sobreviviente anónimo que narró el terror que ahí vivió, las madres encontraron los hornos activos que despedían un olor a muerte y avisaron a las autoridades del Estado.

Lo anterior significa que tanto autoridades estatales como federales, ya tenían información suficiente de que en Teuchitlán estaban ocurriendo hechos criminales y no hicieron nada. Resulta un espectáculo grotesco e indignante ver cómo el Gobierno Federal trata de minimizar y de convertir la tragedia en un acto de agresión al propio gobierno, de desviar la atención o comprometer al Gobierno Estatal, que es igual de repugnante al no aceptar su responsabilidad y busca cómo justificar su inacción. No obstante, no quiero profundizar en la lastimosa actitud de nuestros gobiernos. Su conducta sólo refleja complicidad y poca estatura moral, tarde o temprano, el tiempo les pasará una factura muy costosa. Sin embargo, hay algo más grave que debe preocuparnos, ¿Qué le sucede a nuestra sociedad que propicia esta barbarie? ¿Por qué no nos horrorizan estas noticias?

Los descubrimientos en el rancho de Teuchitlán deberían tenernos consternados, en luto nacional. Lo que ahí sucedió es una muestra de lo que está ocurriendo en varias partes del país; homicidios, desapariciones, exterminios colectivos, cementerios y fosas clandestinas parecen ya no conmovernos. En una sociedad en la que los crímenes y asesinatos se han convertido en parte del discurso cotidiano, donde las atrocidades –como los campos de exterminio– dejan de conmovernos, se gesta una crisis de valores que atenta contra la esencia misma de lo humano, particularmente en un contexto en el que las autoridades, en lugar de proteger el bien común, actúan como cómplices de la delincuencia, erosionando la confianza social y desdibujando el límite entre el bien y el mal.

Cuando la sociedad se sumerge en el cinismo y la indiferencia, el horror deja de impactar; la sobreexposición a imágenes violentas y la trivialización del sufrimiento humano propician la “banalidad del mal”, término acuñado por la filósofa alemana Hannah Arendt para describir cómo lo extraordinario se vuelve rutinario en el actuar humano. Este fenómeno, lejos de ser fruto de una simple apatía, es el resultado de una sistemática desensibilización que afecta tanto a las personas como a las instituciones, permitiendo que actos aberrantes se naturalicen y se integren en el imaginario colectivo.

Por su parte, la filosofía existencialista postula que el asombro y la admiración ante el misterio del ser constituyen pilares fundamentales de la experiencia vital. Sin embargo, en una sociedad saturada de violencia y corrupción, el asombro se ve sustituido por la resignación y el desencanto. El ser humano, en su afán por acostumbrarse al horror, pierde la facultad de cuestionar y de sentir, quedando atrapado en una espiral de indiferencia que anula la posibilidad de redescubrir la trascendencia y el sentido último de la vida.

No podemos dejar de mencionar como causa de este fenómeno la erosión de los vínculos éticos y la fragilidad del contrato social. Las autoridades, que en principio deberían representar el compromiso con la justicia y el orden, se han transformado en actores cómplices de un sistema que premia la impunidad. La figura presidencial saludando a la mamá del máximo capo, su exigencia de tratar a los delincuentes con respeto, la liberación de Ovidio y los “abrazos no balazos” fueron ejemplos claros de la falta de compromiso con la legalidad. Esta complicidad institucional ha profundizado la frustración de la sociedad, ya que el poder en lugar de encarnar el ideal del servicio público se ha rendido a las lógicas de corrupción y abuso, minando la fe del ciudadano en la posibilidad de un orden justo y equitativo.

En esta sombría realidad, se debe hacer una reflexión profunda sobre la necesidad de recuperar la dimensión ética y estética del asombro. La confrontación con la violencia y la corrupción debe servir como un llamado a revalorizar la capacidad de sentir y de cuestionar, pues solo a través del compromiso moral y el redescubrimiento del asombro es posible reconstruir los cimientos de una sociedad justa, restableciendo la confianza en la posibilidad de un orden basado en la dignidad humana.

Benjamín González Roaro

Presidente de la Academia Mexicana de Educación

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